TODA LA HISTORIA

Por Chus Riaño

La casa de la abuela siempre había sido para Marga un sitio oscuro del que nada más llegar quería salir corriendo. Le pasaba desde que era pequeña. Iba con su padre a visitar a aquella mujer que a ella ya entonces le parecía una anciana. Cuando llegaban no había besos ni abrazos, como pasaba con su otra abuela, solo un pellizco en el único carrillo que Marga dejaba al descubierto al acurrucarse junto a su padre.

Los adultos se iban a la cocina, tenemos que hablar, decían, mientras ella se sentaba a esperar en el salón, en una butaca marrón y fría. Marga solía llevarse un juguete o un tebeo con el que entretener el tiempo, pero sus ojos de niña no dejaban ni un rincón de esa habitación sin examinar.

Le llamaba la atención un puzzle a medio hacer en la mesa del comedor. A la niña, al principio, ese puzzle le pareció tan gris como la casa, comparado sobre todo con sus puzzles infantiles. Visita tras visita el puzzle seguía allí y según Marga iba creciendo tenía una perspectiva más amplia de las piezas desparramadas sobre la mesa, de los pocos trozos hechos que no daban pistas de la imagen final. No parecía que nadie estuviera juntando piezas y eso, junto con el polvo que se acumulaba sobre ellas y sobre los espacios vacíos de la madera, permitió a Marga concluir que lo habían abandonado.

Estuvo por última vez en esa casa cuando tenía unos catorce años. Se acercó a la mesa, rozó con un dedo una de las piezas, la cogió y quiso averiguar dónde casaba. Entonces llegaron las voces. Vete, vete y no vuelvas, al fin y al cabo, no te necesito. Siempre lo preferiste a él, pero tú no conociste a tu padre, solo intenté protegerte. Vete. Siguió un portazo. Vámonos, Marga. Y ella dejó la pieza que examinaba en la mesa y siguió a su padre hasta el coche. Quiso preguntar qué había pasado. Quiso saber de su abuelo, pero algo le decía que no era el mejor momento, que su padre no iba a darle la respuesta.

La siguiente vez que vio a su abuela fue en el funeral de su padre. Había muerto de un cáncer fulminante cuando ella tenía veintiún años. Fue ella la que llamó a la abuela. Para su sorpresa cuando levantó el teléfono y le dijo que era Marga no tuvo que darle más explicaciones. La abuela supo que algo había pasado. Preguntó qué, cuándo, dónde y se presentó en la iglesia.

Aunque siempre se lo había parecido Marga vio aquel día a una anciana. Los surcos de su cara, el color blanco de su pelo, su andar agachado. No hablaron mucho. Tampoco hubo besos, pero la voz de la anciana no le sonó a Marga igual que sonaba en sus recuerdos. No era dulzura lo que creyó intuir en ella, tampoco dolor, eso ya lo tenía antes, quizás soledad, quizás nostalgia. Le dijo que podía ir cuando quisiera a casa, a visitarla y Marga le dijo que sí, que iría, pero pasaron los meses y los años y para cuando quiso saber de su abuela ya estaba agonizando en el hospital.

Una enfermera la llamó. Le dijo que su abuela se lo había pedido, que estaba muy mal, muchas patologías que se habían unido a una edad avanzada, el caso es que le había pedido que la llamase, llevaba su teléfono escrito en un trozo de papel en el monedero. Es la única familia que me queda, le había dicho. ¿Va usted a venir? No creo que le quede mucho.

Marga dijo gracias y colgó el teléfono sin contestar a la pregunta. Se sentó en una silla de la cocina y tardó unos minutos en reaccionar. Pensó en la abuela, recordó la promesa de la visita y visualizó la casa gris. Ningún otro recuerdo que no fuera ese sillón marrón, las piezas de ese puzzle tapizadas de una capa de polvo, ¿seguiría allí? Llamó a su madre y le contó lo que pasaba.

–No sé qué decirte, hija. Haz lo que te pida el cuerpo. Tu abuela y tu padre nunca se entendieron, pero creo que lo que pasó no fue tan grave como para dejar de hablarse y desde luego no te atañe a ti.

–¿Lo qué pasó? ¿Qué pasó?

–Malentendidos, nada que no se solucione hablando, ya sabes hija, pero los dos son, eran, muy cabezotas. Ve, y pregúntale a tu abuela.

Así que Marga cogió un autobús por la mañana. Hacía frío. Era marzo, probablemente el medio día sería luminoso, lleno de brotes verdes que anunciaban la primavera, pero a las siete de la mañana la escarcha hacía temblar los huesos y Marga se acurrucó en la butaca del autobús. Cerró los ojos, intentando suplir en el viaje el déficit de sueño que le había dejado una noche inquieta, pero los abrió al momento, negándose a seguir pensando todas las cosas que se le venían a la cabeza.

La ciudad donde vivía su abuela estaba solo a tres horas de allí, iban hacia el este buscando la luz del nuevo día que se abría paso al principio despacio, como si remoloneara entre las sábanas azules, después con brío, imponiendo el sol su dominio sobre la tierra.

No quería dejarse llevar por sus pensamientos, sus dudas, sus miedos, se había hecho el propósito de aceptar lo que viniera sin reproches y pensaba llevarlo a cabo. Cuando la luz tenue del día se lo permitió observó que los campos ya empezaban a cambiar el color marrón del invierno por el verde del trigo. Que empezaba a florecer la colza y sembrar de amarillo las tierras que se reinventaban. Cuando dejaron la autopista pasaron por un par de pueblos que ella recordaba de sus viajes con su padre. En uno de ellos un día habían parado a almorzar. Eligieron la terraza de una plaza adoquinada donde su padre le señaló una casa vieja que tenía pinta de llevar muchos años vacía. Recordó que entonces le había dicho que había sido de su familia. En esta ocasión el autobús paró en una estación pequeña, a las afueras del pueblo y Marga se quedó con las ganas de ver otra vez esa plaza y aquella casa que de repente le había venido a la cabeza.

Cuando llegó a la ciudad donde vivía su abuela se tomó un café en la estación y cogió un taxi hacia el hospital. Preguntó en admisión y le mandaron a la quinta planta. Cuando estuvo frente a la puerta tuvo más dudas de las que había tenido hasta entonces. ¿Para qué querría su abuela hablar con ella a esas alturas de la vida? ¿Le iba a gustar lo que la anciana le iba a contar?

Llamó a la puerta y abrió, aunque no había escuchado la respuesta. Dudó si se había equivocado porque en principio no reconoció al manojo de piel y huesos que se hundía entre las sábanas, pero cuando la anciana abrió los ojos, llevada seguramente por la sensación de su presencia, reconoció en ellos los de su padre en sus últimos días.

–¿Has venido? –Oyó Marga, o creyó oír.

–Hola, abuela, sí aquí estoy, cómo te encuentras.

–Acércate, hija, qué alegría, no sabes cómo te he echado de menos –quiso decirle que no podía echarse de menos algo que no se había tenido nunca, pero no le pareció el momento. Se acercó más a la cama hasta que casi, si hubiera alargado un poco la mano, podría haber cogido la de su abuela que yacía sobre la colcha enchufada a un gotero.

–Cómo me hubiera gustado poder tenerte cerca todos estos años, pero tu padre era tan cabezota. Nunca me perdonó.

–¿Que no te perdonó? ¿Qué es lo que pasó? –La anciana calló, quizás para coger aire porque parecía que le costaba meter en sus pulmones lo suficiente para que su pecho subiera y bajase.

–Que echara a su padre de casa y que él no pudiera aguantarlo –la anciana hablaba en un tono tan bajo que ella tenía que acercarse tanto que podía oler el mismo olor que se le metió dentro mientras velaba a su padre. Un olor que no sabría definir, probablemente una mezcla de medicamento, sudor, desinfectante, muerte, quien sabe–. No podía aguantar más, no podía permitir que fuera un mal ejemplo para nuestro hijo. La casa era mía, y lo eché. A los tres días llegó la policía. Lo había encontrado flotando en el río, debajo del puente. Tu padre tenía dieciséis años en ese momento. Estaba en el salón haciendo un puzzle que le había traído su padre del último viaje, era comercial, ¿lo sabías? –Marga negó con la cabeza– Tu padre nunca lo acabó y yo no me atreví a recogerlo.

–¿Te pegaba? –preguntó sin saber muy bien por qué se le había ocurrido eso.

–No, hija, no, cómo se te ocurre. Pero era un jugador y un borracho y nos estaba llevando a la ruina. Mis padres me habían dejado una buena herencia y los suyos tampoco habían andado mal, pero perdió la casa que le habían dejado y si no reacciono pierde también la nuestra. Le di oportunidades de cambiar, pero ya no pude más.

Marga escuchaba la historia completamente ajena, como si la estuviera escuchando en la radio, como si fuera la historia de otra familia. Su padre nunca le habló de ello. De su abuelo supo que murió ahogado y del porqué del distanciamiento con su abuela tampoco nunca concretó nada, siempre daba evadía las respuestas.

Los ojos de la abuela parecían líquidos, como si estuvieran a punto de desbordarse. Marga no supo si la miraban a ella, aunque pareciera que sí, o si lo que la anciana tenía delante era a su hijo perdido, mucho antes de que este muriera, o a su marido para el que todavía era un misterio el sentimiento que tenía hacia él.

En los dos días que Marga permaneció junto al lecho de muerte de su abuela lo único que le quedó claro fue que su padre culpaba a su abuela de la muerte de su abuelo, y que nunca lo perdonó. Y también que a lo mejor porque el tiempo distorsiona las cosas, o al menos la percepción de las mismas, su abuela también se sentía culpable. Probablemente no de haber echado a su marido de casa, sino de haber infravalorado las consecuencias que eso iba a tener en su vida.

Cuando murió no supo qué hacer, a quién tenía que avisar, cuáles hubieran sido sus últimos deseos. Mandó poner una esquela en el periódico local y encargó una corona de rosas blancas.

Por primera vez se acercó a la casa de su abuela y encontró la llave donde ella misma le había dicho que estaba. Cuando entró el olor la llevó por un momento a aquellas visitas, pero fue solo por un momento, porque nada, excepto el puzzle sobre la mesa del salón era como ella lo recordaba.

Le atrajeron aquellas piezas desparramadas por la mesa. Ahora le parecían menos que cuando era niña, y tampoco tan grises. Acarició la primera que cogió en sus manos, queriendo pensar que también su padre lo había hecho. Poco a poco las fue colocando, formando una imagen iluminadora, y ella supo entonces que ya todo estaba bien.


Ilustraciones: José Miguel López Carmona